Monday, January 14, 2008

Patria en los muros


Ricardo Camarena

(LA Opinión, 24 de agosto de 1999)

Con los cuadros de la exposición La patria portátil se puede respirar un saludable aire de tradición pictórica, doméstico; límpido de la aberrante óptica de la crítica académica, que en ocasiones enrarece las deidades cotidianas del imaginario popular.

Sin exotismos ni superposiciones, y bajo un agradable entorno de tonalidad verde pastel, en las paredes de la espaciosa y laberíntica sala del concurrido Museo Latino de Historia, Arte y Cultura en el centro de Los Angeles, hay una explosión de colores patrios que los sensuales cuadros de esta exposición albergan en forma significativa.

Es un principio orgánico: es el verde; nada más afín a las naturalezas vivas que enmarcan las bellas imágenes, arquetípicas, de la Patria y su séquito en blanco o en vestido regional de doncellas etéreas, como las renacentistas Tres Gracias, que refulgen como sedosos emblemas al sol. Todo esto, ante un mítico escenario, a ratos ígneo, a ratos borrascoso, que conjuga un pasado monumental y un mestizaje cultural en muy amplio sentido.

La rudeza y rigidez de la pétrea arquitectónica mesoamericana aparece en las litografías, óleos sobre tela y fotografías de esta muestra, como un escenario ideal, e idílico, de las sensuales imágenes femeninas que comulgan a su vez con impactantes imágenes tutelares de caudillos, pueblerinas, Adelitas y guerreros aztecas que las habitan y colman, en forma intemporal.

Engalana la entrada de esta exposición el imponente cuadro de Jesús Helguera La leyenda de los volcanes, un leitmotiv de toda la cultura gráfica del calendario mexicano y que se repetirá en todas las variantes posibles, desde su primer tratamiento en 1941 y hasta la fecha.

El tema involucra un doble plano dentro de la mitografía mexicana: la leyenda idílica basada en las cumbres Iztaccíhuatl –en realidad montaña– y el volcán Popocatépetl, que se yerguen sobre el horizonte oriental de la Ciudad de México, y que corresponden a la hermosa doncella inerte y el guerrero en vela, con cuerpo de fisicoculturista, a sus pies. Como en Grandeza Azteca, de Jesús Helguera, de 1965. Por cierto, las imágenes de Gesta azteca, del mismo autor, han sido empleadas en portadas de discos de rock chicano, murales y tatuajes, en Los Angeles.

Como esta pareja, otras de las siluetas de la tradición del almanaque, incluida la Patria mexicana, aparecen en blancos mantos helénicos, ornadas de laurel y etéreas, al mejor modo renacentista. Pero eso sí: con grandes arracadas de estilo prehispánico o redondas y doradas, como de gitana en ciernes, pero con trenzas y tocados típicos de la mujer indígena mexicana.

Sin embargo, aún con los rasgos plenamente occidentalizados, las doncellas mexicanas aparecen en estos cromos físicamente más cercanas a Rita Hayworth en sus filmes, que a Doña Marina en los códices, y sonríen perfectamente en este inventario de sentimientos primigenios de la comunidad mexicana e inmigrante: patria, leyenda, religión y amor, unidos indisolublemente. Dígalo El príncipe Popocatépetl, de Eduardo Cataño.

En ese sentido, la obra del artista jalisciense Jorge González Camarena es la más representativa y cercana a la de la tríada de los grandes muralistas mexicanos: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco.

Las imágenes expuestas aquí evocan a la hermosa “Patria” de rasgos indígenas, de González Camarena, que al principio de la década de los años 60 se reprodujo en la portada de millones de libros de texto gratuitos hasta convertirse en un icono generacional.

Esa orgullosa modelo tlaxcalteca, que porta la ondulante bandera mexicana, es la síntesis y el grado más alto de conexión con los elementos recreados en los diseños de una serie de calendarios, anuncios comerciales, cromolitografías y almanaques que, bajo el seudónimo de “Lego” y por encargo, haría después el propio artista, desdeñado siempre por la crítica de arte de su tiempo.

En forma similar, se contienen en La Patria Portátil excelentes muestras representativas de la numerosa obra de diseñadores y artistas de calendario como Eduardo Cataño, con la épica Ataque a Tenochtitlán, un óleo sobre tela que refulge con todo su fragor en las salas de este museo. Sin embargo, buena parte de estas obras son de autor anónimo.

El tema recurrente es el fornido guerrero protector de la compañera e hijo, ante el embate invasor; el sentimiento de mexicanidad no se detiene entonces en la insurrección de independencia respecto de España, sino que se remonta a la Conquista misma.

Otro de los elementos recurrentes en la iconografía son el Calendario Azteca, a ratos profanado en su redondez por la bárbara inserción de una marca llantera, y la cabeza de Quetzalcóatl, frente a los que posan o sobre los que yacen las ensoñadoras doncellas y sus celosos y fornidos guardianes tenochcas, Caballeros Aguila de recia mirada y rasgos mestizos.

La bandera tricolor aparece como telón de fondo, con y sin escudo, en los moños del cabello, en los escotes de las damas o de plano cobijando su exquisita desnudez, como en las obras del artista alemán avecindado en México Armando Dreschler; otras son de Jaime Sadourní, Rodolfo de la Torre, Vicente Morales, o de José Bribiesca. El mítico escudo nacional del águila devorando una serpiente aparece y desaparece de los emblemas, y a ratos es un halo casi divino.

Destaca el gran óleo sobre tela Flor de Luna, de Helguera, adonde, en un ambiente bucólico y exuberante, seductoras doncellas enmarcan a una más, que bien equivaldría en postura y majestuosidad a La Maja Vestida, del maestro español Francisco de Goya, rodeada a su vez de los frutos de la tierra en una cosmovisión ideal.

El pintoresquismo también aparece como trasfondo de las bellezas en exposición; las escenas de labranza, de fandango o de vendimia enmarcan los bellísimos rostros de edecanes vueltas flores del ejido; indígenas cosmopolitas de labios carmín, sonrisa dentífrica y ceja perfecta, que sin embargo en nada se asemejan a la noble y auténtica indígena de la campiña mexicana.

Inclusive, paisajes casi turísticos como los canales de riego del lago de Xochimilco sirven de fondo a gratas escenas de convivio. Aún en su parte dramática, el marco de la Revolución Mexicana también envuelve cinematográficas escenas de parejas en el jolgorio o en la escaramuza charra, como la obra del artista Josep Renau, de 1939.

Otro espacio de la sala de exposición alberga muestras de las influencias de la gráfica europea, desde el clasicismo hasta la vanguardia, el art deco y el arte minimalista, que influyeron en la composición de esta obra pictográfica popular.

Se trata de imágenes que también abanderaron un nuevo patriotismo, allende la frontera mexicana, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el Estado mexicano delineó su apoyo a los aliados contra el fascismo y el nazismo, y cuando muchos compatriotas que habían emigrado a laborar en los campos agrícolas de este país, se aprestaron a servir en la milicia estadounidense.

Los estéticos carteles dejaron circunstancialmente de lado su carácter comercial, para alegorizar el llamado a las armas contra el avance del nazismo y del fascismo en Europa.

Hay también un periodo de imitación y copia de las imágenes generadas por el cine y las publicaciones que se ilustra en otro segmento de la muestra;

En una esquina del laberinto que es la sala de exposición, aparece la instalación de la mesa de dibujo del artista de calendario, con diversos implementos, heterogéneos, para desarrollar su labor ilustrativa, que surcan desde figurillas prehispánicas y hasta aerosoles, pinceles, comics, tinturas y bocetos de figuras ideales de cuerpos masculinos y femeninos en generosa comunión, y que bien reflejan la naturaleza de los cromos calendáricos que de allí surgen.

En esta área, también, se ilustran las aplicaciones de vírgenes, calendarios aztecas, guerreros, doncellas y penachos como los iconos de identidad de la comunidad inmigrante y mexicoamericana, derivadas de las imágenes primigenias, tradicionales de los calendarios y almanaques: tatuajes, recreaciones en toldos automovilísticos de los vehículos lowrider, murales.

No cabe duda que la exposición La patria portátil es un refrescante y colorido baño de origen a las borrosas y a ratos grises búsquedas de identidad en amplios sectores de esta comunidad migrante.

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