Wednesday, January 30, 2008

Rodolfo Morales: juegos y evocaciones



Ricardo Camarena

(La Opinión, 19 de junio de 1998)


Sereno como el trazo de sus pinturas, deslizando las frases en voz muy queda, el maestro oaxaqueño Rodolfo Morales (Ocotlán, 1925), recibe al entrevistador en la sala de exposiciones del Museo Latinoamericano de Arte en Long Beach. “No tiene que gritar para ser escuchado”, ha dicho de él otro gran pintor oaxaqueño, Rufino Tamayo.

Morales, de 72 años, de párpados cansados pero mano firme, expresa su trayectoria pictográfica ante cada uno de las 60 obras en técnica mixta que constituyen esta exposición, cuyo periodo abarca de 1950 a 1996, en la que se puede apreciar su obra más reciente. Es decir, desde trabajos académicos como la plaza Loreto y Ocotlán (1950), hasta el díptico Lo cotidiano es real (1996).

Esta retrospectiva de la obra de Morales tuvo su primera aparición en The Mexican Museum, en San Francisco, de septiembre de 1996 a febrero de este año.

El pintor explica con tenuidad algunas de sus obras, disculpando un tanto el hecho que reflejen “un periodo inicial más bien de búsqueda, de influencias”. Es el caso de Expresión y Rechazo, gouaches sobre papel, de 1967.

La distribución de las obras atestigua esta afirmación, pues al entrar al museo y efectuar el recorrido por la sala, de derecha a izquierda, se pueden apreciar los periodos e influjos de corrientes del arte contemporáneo que hicieron mella en el estilo de Morales.

El pintor y muralista mexicano explica además que actualmente trabaja una treintena de cuadros en forma simultánea; son los elementos de un todo que va insertando y diversificando en su obra.

“Precisamente -dice señalando un muro de collages- éstos son divertimentos, en los que combino materiales diversos y objetos que me parecieron representativos”.

A manera de ex votos eclesiásticos, los pequeños retablos de materiales mixtos producen una sonrisa; sus bordes latonados los acercan a la candidez de la artesanía, pero la simbología que proyecta la colocación de los heterogéneos materiales va asociado a lo que en voz de la escritora mexicana Rosario Castellanos podría llamarse “el eterno femenino”.

Los rostros de mujer -en particular los perfiles- se delinean en la obra pictórica de Morales: “No lo sé, ni lo analizaría, pero en toda mi obra la mujer aparece de frente, de perfil, en multitud, sola, en juegos, sin posar, ni en serie. Es una constante”.

El pintor oaxaqueño traza firme, con un uso del color perfectamente delimitado por los contrastes; los cuadros guardan aire de romería y de instantes privados en forma indistinta.

La mayoría de sus cuadros tiene elementos populares recurrentes: “Creo que los ornatos barrocos, como los del arte religioso, y el uso de mucho color, representan la pintura que estoy desarrollando, sobre todo el óleo. He usado los materiales mas elementales, el crayón infantil, la acuarela, pero es en el óleo donde hallo más consistencia”, explica.

Morales estudió pintura en la Academia de San Carlos –“no me gustó nadita; me limitaba”–, confiesa, “y desde entonces, tanto en mi casa de Ocotlán como en la ciudad de Oaxaca, desarrollo mis pinturas”.

“Al exponer mi obra en Cuernavaca, (México) me fue muy bien. Allí me ‘descubió’ el maestro Tamayo; los cuadros se vendieron y la crítica celebró la exposición”.

Fue el propio Rufino Tamayo quien en 1975, mediante una exposición, lo integró al circuito de galerías capitalinas en México.

“Pero infructuosamente”, recuerda Morales. “Al llegar al Distrito Federal mi arte mas corrió con la incomprensión y la indiferencia de otros artistas, galeristas, y público”.

Sin embargo, actualmente la obra de Morales ha recorrido galerías y museos de Europa y América.

La exposición Rodolfo Morales: Juegos y evocaciones, continúa abierta al público hasta el 24 de agosto de 1997. El Museum of Latin American Art está ubicado en el 628 Alamitos Avenue, en Long Beach. (562) 437-1689.

Tuesday, January 15, 2008

Gonzalo Cienfuegos: Arte conectado a la tradición


Ricardo Camarena

(La Opinión, 1 de febrero de 1999)

La pintura del artista chileno Gonzalo Cienfuegos tiene, junto con su pertinencia, la categoría del homenaje: a Vincent Van Gogh, a Giorgio DiChirico, a Rene Magritte, y, en lo contemporáneo, mantiene sutiles vasos comunicantes con la pintura del colombiano Fernando Botero.

Sin embargo, Cienfuegos ha logrado plasmar en su obra un muy particular universo onírico; una galería de cuadros familiares, de personajes aburguesados, con mirada lánguida y casi caricaturesca, a veces enigmática; de placidez en los rostros, afines al de la famosa musa renacentista de Leonardo DaVinci. No en balde otro artista del Renacimiento italiano, Sandro Boticelli, aparece referido pictóricamente en la obra de Cienfuegos.

Los planos y la perspectiva, inspirados en gran parte por el juego del espejo del cuadro Las meninas, de Diego Velázquez, en exteriores de colores brillantes que contrastan con los ocres de los interiores, otorgan una profundidad que obliga al espectador a olvidarse de una vez por todas de las dos dimensiones, para entrar en cuartos sombríos de luminosas vistas enmarcadas por la naturalidad y la sencillez de una ventana liberadora y evasora a la vez.

Como los sueños, precisamente.

Sin embargo, el artista reconoce y proyecta en su obra la presencia de la tradición pictórica que lo nutre, y a la que da cabida en las composiciones que lo mantienen vinculado al arte figurativo, a Francisco Goya, a Jan Van Eyck.


“No puedo dejar de reconocerlo: la primera llamarada de entusiasmo por la pintura, por los colores y los materiales fue a través de un libro de la obra de Vincent Van Gogh”, comentó por principio.

Por feliz coincidencia, una muestra pictórica de este autor vanguardista holandés –cuyos trigales y autorretrato aparecen en la obra de Cienfuegos– se lleva a cabo en el Museo de Arte del Condado de Los Angeles.

Entrevistado en la espaciosa sala central del Museo de Arte Latinoamericano de Long Beach, adonde se ha montado la exposición de su obra intitulada El mundo de Gonzalo Cienfuegos: Dos décadas de pintura, el también acuarelista y escultor santiaguino comentó que ha recorrido países no sólo exhibiendo su obra sino también residiendo en ellos.

Es el caso de México, adonde vivió de 1970 a 1974; expresó que “mi conexión pictórica es con la tradición de la historia de la pintura europea, en el sentido de entender mi vinculación con ella desde niño, a través de reproducciones y con un bagaje cultural típico del Cono Sur, producto de una colonización europea; muy ecléctico”.

“En Chile, no hay una cultura precolombina predominante, fuerte, como en el caso de México o el Perú. Entonces, mi pintura se nutre mucho más de lo que emerge de la Colonia”, agregó el artista de 50 años de edad.

Respecto de la génesis de su quehacer pictórico, indicó: “Yo aparezco en la escena artística como un producto de ese espíritu, digamos colonial, con un pie en Europa y otro en esa especie de isla, como describen a Chile, país rodeado de montañas, de desiertos y océano. O sea, muy aislado”.

“Desde allí trato de construir un mundo iconográfico producto de los sueños, los recuerdos y la experiencia vital que viene con ese mundo”, prosiguió. “Ya después, eso se materializa con mi contacto directo con las obras y va alimentándose por otras fuentes, que son las que van enriqueciendo los motivos y los elementos de estos cuadros expuestos”.

En su concepto, dijo que la suya “es una pintura postmodernista; no pretende establecer un nuevo código o una cultura nueva en materia de arte, sino más bien conectarse a la tradición, pero con toda la experiencia de la modernidad, con toda la experiencia de la actitud, de la libertad. Esto, simultáneamente con la tradición”.

Acerca de la conjunción de 45 lienzos de su obra realizada entre 1980 y 1999 para esta magna exposición –en parte con importantes adquisiciones del museo, en parte con otras de coleccionistas privados como la galería Tomás Andreu, más las aportaciones del propio artista– Cienfuegos explicó que “esta muestra surge de una invitación del museo, a partir de la compra de algunos cuadros tras las exposición que hice en Nueva York y Miami el año pasado. Hubo interés por mi trabajo, y resultó que yo estaba también con la idea de hacer exposiciones individuales, no comerciales, desde entonces, porque llevaba ya mucho tiempo mostrando mi labor en galerías comerciales”.

“A ello se aunó una retrospectiva de 30 años de trabajo agrupada en el Museo Santiaguino de Arte, lo que le permitió una proyección de conjunto a mi obra”.

Acerca de la presencia en este país de esta suma pictórica, Cienfuegos dijo que “había visitado California como turista anteriormente, pero ésta es mi primera visita como artista, un poco a ciegas, en la costa oeste; a su vez, ésta es la primera exhibición individual que agrupa mucha de mi obra reciente”.

“Para mí ha sido una sorpresa, pues no sabía de este museo de Long Beach. Estoy muy satisfecho con el trabajo de Cynthia McMullin, la curadora de este recinto, que es espléndido para la dimensión de mi obra (los cuadros, en promedio, son de 55x62 pulgadas).

“Aunque he de confesar que he tenido siempre la inquietud de trabajar en lienzos y superficies más grandes”, reconoció el artista chileno.

“Celebro mucho la iniciativa de Robert Gumbiner, fundador de este museo, y de su equipo de trabajo y administración, porque es un espacio importante, sobre todo por ser exclusivo para el arte latinoamericano.veo por allí algún cuadro de Botero, de Francisco Toledo, de José Luis Cuevas”.

Al abundar en este tópico, indicó: “Aunque, en lo particular, no hallo razón alguna para que el arte latinoamericano deje de tener universalidad, sólo por afán clasificatorio. Ha sido siempre protagonista de la historia universal del arte; con Matta, con Botero o Tamayo, por señalar algunos”, comentó Cienfuegos finalmente.

Monday, January 14, 2008

Fernando de Szyszlo: Laberintos de color, luz y sombra


Ricardo Camarena

(La Opinión, 21 de febrero de 2000)

“Introducirse en mi obra debe ser con una actitud en general, considerando que la pintura es un lenguaje, sin tratar de encontrar palabras que equivalgan a las imágenes, sino tomarlos como formas, colores, luces y sombras”, dijo el artista peruano Fernando de Szyszlo, que expone actualmente parte de su obra en el Museo Latinoamericano de Arte de Long Beach.

“Por ejemplo, la maravilla de la pintura del Renacimiento nos hizo identificarla con sus temas; porque sus artistas usaban temas para expresarse. Podíamos comparar la pintura con la música, y la pintura figurativa con descripción de la Naturaleza se parecería en ese caso a las óperas, en que uno identifica un argumento y la música viene casi clandestinamente. La gente sigue el argumento y recibe la música casi sin darse cuenta. Igual pasa con la pintura figurativa: había un tema que la gente seguía, y recibía la maravilla del arte casi inconscientemente”, explicó en entrevista en las salas del propio museo.

“La pintura moderna le quitó el tema y confrontó a la gente con su propio lenguaje; hablo del lenguaje de esta pintura semiabstracta. Si uno no lo siente como color y forma, no hay otra forma de sentirlo. Viene a cuento la vieja anécdota de Henri Matisse. Una señora le dijo: ‘Señor Matisse, no entiendo sus cuadros’. Matisse le respondió: ‘¿A usted le gustan las ostras? Al contestarle ella que sí, le volvió a preguntar: ‘¿Y le entiende usted a las ostras?’ No hay nada entonces que entender, sino experimentar. Igual pasa con mi pintura y con la música”, comentó ante las más de 40 obras en exhibición.

Respecto de la proporción de su obra expuesta en este museo, Szyszlo dijo que “es una antología de lo que he hecho en los últimos 35 años; hay ejemplos de cuadros de diferentes épocas. En general, el camino de la búsqueda estética ha sido siempre el mismo; siempre estar buscando una pintura que tuviera misterio, que tuviera significado profundo. No ha querido ser ni decorativa ni divertida. Es una pintura más bien ‘pesada’, ‘cargada’ de densidad”.

Para entender la obra de Szyszlo, se requiere, según el propio artista, “dividir en dos grandes sectores esta obra: uno que es la serie de alusiones al paisaje, a los espacios abiertos; alusiones que tienen mucho que ver con el paisaje del desierto peruano adonde pasé mi infancia. Es el sur del Perú, un mundo desolado, casi lunar, en el que no hay sino arena, cielo y mar”.

“La otra parte”, prosiguió, “sucede en recintos, en espacios cerrados, en los que puede haber puertas o escaleras, siempre en un espacio cerrado. Esos cuadros interiores buscan más el espíritu de lo sagrado, de lo oculto; el sitio donde se hacen sacrificios, que mucho tiene que ver con el erotismo. Es decir, siempre he creído que muchos de los sitios tienen mesas que son en realidad camas o altares de sacrificio. Allí se realizan funciones tan sagradas como comer, hacer el amor y entrar en contacto con fuerzas diferentes de las materiales”.

Sobre la significación particular del nombre de la exposición, Szyszlo en su laberinto, el artista precisó que “es referente a un texto que Mario Vargas Llosa escribió sobre mi pintura, que se llamaba así. En realidad el laberinto es el intento de buscar en el mundo de las formas un significado más profundo, no un carácter decorativo”.

Con las pupilas bien abiertas, se advierte en los cuadros la contrastante viveza, violenta casi, de los colores ígneos y solferinos ante los tonos ocres y de la tierra: “Son cuadros de una serie que se llama Mar de Lurín, una playa al sur de Lima, lugar en el que mi esposa y yo pasamos largas temporadas. Hice muchísimos cuadros entonces; éstos en la exposición son tan sólo algunos de ellos. Otra serie es la llamada ‘Camino a Mendieta’, que es el camino a una playa en Paracas, al sur del Perú, de donde viene toda esa cultura ancestral, de hace dos mil años. Sus pobladores hicieron unos textiles maravillosos y habitaron todo ese desierto, adonde queda la línea de Nazca, también”.

La obra de Szyszlo es resguardada tanto en el Museo Guggenheim de Nueva York, como en el Museo de las Américas de Washington, D.C.; también en el Museo de Bellas Artes de Texas, y en el Museo de Miami, y en el Museo de Arte Moderno de México. También está albergada en el Museo de Arte Moderno de Monterrey y el de Caracas, Bogotá y Cali. “Un poco por toda América Latina”, expresó el artista.

“Yo siempre he sido muy ferviente impulsor de la unidad latinoamericana; que nuestro futuro está vinculado al hecho de formar un mercado artístico que tuviera presencia internacional, para que pudiéramos defender el precio de las cosas que producimos”, declaró quien también realiza obras escultóricas y grabados.

Parte de esta exposición, explicó, hizo una gira por el Museo de Bellas Artes de Santiago de Chile, el de Lima, el de Bogotá, de México. De allí pasó al Museo de Ponce, en Puerto Rico, y al de Las Américas, ya mencionado.

“Pero la hemos completado con algunos cuadros recientes, hechos el año pasado”, expresó quien reconoce la amistad e influencia en su obra por parte del pintor oaxaqueño Rufino Tamayo, a quien conoció en París en 1949 y a quien frecuentó hasta poco antes de su muerte.

“Inclusive, tuve exposiciones en el Museo Tamayo de México. Su influencia es definitiva; claro, aparte de la de la obra universal de Rembrandt, por ejemplo”, añadió el artista nacido en Lima en 1925.

“La particularidad de esta exposición es que todos sus cuadros están hechos en acrílico; antes pinté óleo, pero el óleo no se ajustaba a mi manera de pintar. Porque pinto por veladuras, y para ello las capas de pintura tienen que secar. En óleo eso puede tomar meses; sobre todo en un clima húmedo como el de Lima, que es adonde radico la mayor parte del tiempo. Por cierto, dos meses del verano y dos del otoño radico con mi familia en Nueva York”, concluyó el autor de por lo menos 2, 500 obras.

Szyszlo en su laberinto: Pinturas de un Maestro Peruano es una exposición indivual que permanecerá hasta el 30 de abril de 2000 en el Museo Latinoamericano de Arte de Long Beach, en el 628 Alamitos Avenue, de martes a sábado, de 11:30 a.m. a 7:30 p.m. Adultos, $6; menores de 12 años entran gratis. (562) 437-1689.

Patria en los muros


Ricardo Camarena

(LA Opinión, 24 de agosto de 1999)

Con los cuadros de la exposición La patria portátil se puede respirar un saludable aire de tradición pictórica, doméstico; límpido de la aberrante óptica de la crítica académica, que en ocasiones enrarece las deidades cotidianas del imaginario popular.

Sin exotismos ni superposiciones, y bajo un agradable entorno de tonalidad verde pastel, en las paredes de la espaciosa y laberíntica sala del concurrido Museo Latino de Historia, Arte y Cultura en el centro de Los Angeles, hay una explosión de colores patrios que los sensuales cuadros de esta exposición albergan en forma significativa.

Es un principio orgánico: es el verde; nada más afín a las naturalezas vivas que enmarcan las bellas imágenes, arquetípicas, de la Patria y su séquito en blanco o en vestido regional de doncellas etéreas, como las renacentistas Tres Gracias, que refulgen como sedosos emblemas al sol. Todo esto, ante un mítico escenario, a ratos ígneo, a ratos borrascoso, que conjuga un pasado monumental y un mestizaje cultural en muy amplio sentido.

La rudeza y rigidez de la pétrea arquitectónica mesoamericana aparece en las litografías, óleos sobre tela y fotografías de esta muestra, como un escenario ideal, e idílico, de las sensuales imágenes femeninas que comulgan a su vez con impactantes imágenes tutelares de caudillos, pueblerinas, Adelitas y guerreros aztecas que las habitan y colman, en forma intemporal.

Engalana la entrada de esta exposición el imponente cuadro de Jesús Helguera La leyenda de los volcanes, un leitmotiv de toda la cultura gráfica del calendario mexicano y que se repetirá en todas las variantes posibles, desde su primer tratamiento en 1941 y hasta la fecha.

El tema involucra un doble plano dentro de la mitografía mexicana: la leyenda idílica basada en las cumbres Iztaccíhuatl –en realidad montaña– y el volcán Popocatépetl, que se yerguen sobre el horizonte oriental de la Ciudad de México, y que corresponden a la hermosa doncella inerte y el guerrero en vela, con cuerpo de fisicoculturista, a sus pies. Como en Grandeza Azteca, de Jesús Helguera, de 1965. Por cierto, las imágenes de Gesta azteca, del mismo autor, han sido empleadas en portadas de discos de rock chicano, murales y tatuajes, en Los Angeles.

Como esta pareja, otras de las siluetas de la tradición del almanaque, incluida la Patria mexicana, aparecen en blancos mantos helénicos, ornadas de laurel y etéreas, al mejor modo renacentista. Pero eso sí: con grandes arracadas de estilo prehispánico o redondas y doradas, como de gitana en ciernes, pero con trenzas y tocados típicos de la mujer indígena mexicana.

Sin embargo, aún con los rasgos plenamente occidentalizados, las doncellas mexicanas aparecen en estos cromos físicamente más cercanas a Rita Hayworth en sus filmes, que a Doña Marina en los códices, y sonríen perfectamente en este inventario de sentimientos primigenios de la comunidad mexicana e inmigrante: patria, leyenda, religión y amor, unidos indisolublemente. Dígalo El príncipe Popocatépetl, de Eduardo Cataño.

En ese sentido, la obra del artista jalisciense Jorge González Camarena es la más representativa y cercana a la de la tríada de los grandes muralistas mexicanos: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco.

Las imágenes expuestas aquí evocan a la hermosa “Patria” de rasgos indígenas, de González Camarena, que al principio de la década de los años 60 se reprodujo en la portada de millones de libros de texto gratuitos hasta convertirse en un icono generacional.

Esa orgullosa modelo tlaxcalteca, que porta la ondulante bandera mexicana, es la síntesis y el grado más alto de conexión con los elementos recreados en los diseños de una serie de calendarios, anuncios comerciales, cromolitografías y almanaques que, bajo el seudónimo de “Lego” y por encargo, haría después el propio artista, desdeñado siempre por la crítica de arte de su tiempo.

En forma similar, se contienen en La Patria Portátil excelentes muestras representativas de la numerosa obra de diseñadores y artistas de calendario como Eduardo Cataño, con la épica Ataque a Tenochtitlán, un óleo sobre tela que refulge con todo su fragor en las salas de este museo. Sin embargo, buena parte de estas obras son de autor anónimo.

El tema recurrente es el fornido guerrero protector de la compañera e hijo, ante el embate invasor; el sentimiento de mexicanidad no se detiene entonces en la insurrección de independencia respecto de España, sino que se remonta a la Conquista misma.

Otro de los elementos recurrentes en la iconografía son el Calendario Azteca, a ratos profanado en su redondez por la bárbara inserción de una marca llantera, y la cabeza de Quetzalcóatl, frente a los que posan o sobre los que yacen las ensoñadoras doncellas y sus celosos y fornidos guardianes tenochcas, Caballeros Aguila de recia mirada y rasgos mestizos.

La bandera tricolor aparece como telón de fondo, con y sin escudo, en los moños del cabello, en los escotes de las damas o de plano cobijando su exquisita desnudez, como en las obras del artista alemán avecindado en México Armando Dreschler; otras son de Jaime Sadourní, Rodolfo de la Torre, Vicente Morales, o de José Bribiesca. El mítico escudo nacional del águila devorando una serpiente aparece y desaparece de los emblemas, y a ratos es un halo casi divino.

Destaca el gran óleo sobre tela Flor de Luna, de Helguera, adonde, en un ambiente bucólico y exuberante, seductoras doncellas enmarcan a una más, que bien equivaldría en postura y majestuosidad a La Maja Vestida, del maestro español Francisco de Goya, rodeada a su vez de los frutos de la tierra en una cosmovisión ideal.

El pintoresquismo también aparece como trasfondo de las bellezas en exposición; las escenas de labranza, de fandango o de vendimia enmarcan los bellísimos rostros de edecanes vueltas flores del ejido; indígenas cosmopolitas de labios carmín, sonrisa dentífrica y ceja perfecta, que sin embargo en nada se asemejan a la noble y auténtica indígena de la campiña mexicana.

Inclusive, paisajes casi turísticos como los canales de riego del lago de Xochimilco sirven de fondo a gratas escenas de convivio. Aún en su parte dramática, el marco de la Revolución Mexicana también envuelve cinematográficas escenas de parejas en el jolgorio o en la escaramuza charra, como la obra del artista Josep Renau, de 1939.

Otro espacio de la sala de exposición alberga muestras de las influencias de la gráfica europea, desde el clasicismo hasta la vanguardia, el art deco y el arte minimalista, que influyeron en la composición de esta obra pictográfica popular.

Se trata de imágenes que también abanderaron un nuevo patriotismo, allende la frontera mexicana, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el Estado mexicano delineó su apoyo a los aliados contra el fascismo y el nazismo, y cuando muchos compatriotas que habían emigrado a laborar en los campos agrícolas de este país, se aprestaron a servir en la milicia estadounidense.

Los estéticos carteles dejaron circunstancialmente de lado su carácter comercial, para alegorizar el llamado a las armas contra el avance del nazismo y del fascismo en Europa.

Hay también un periodo de imitación y copia de las imágenes generadas por el cine y las publicaciones que se ilustra en otro segmento de la muestra;

En una esquina del laberinto que es la sala de exposición, aparece la instalación de la mesa de dibujo del artista de calendario, con diversos implementos, heterogéneos, para desarrollar su labor ilustrativa, que surcan desde figurillas prehispánicas y hasta aerosoles, pinceles, comics, tinturas y bocetos de figuras ideales de cuerpos masculinos y femeninos en generosa comunión, y que bien reflejan la naturaleza de los cromos calendáricos que de allí surgen.

En esta área, también, se ilustran las aplicaciones de vírgenes, calendarios aztecas, guerreros, doncellas y penachos como los iconos de identidad de la comunidad inmigrante y mexicoamericana, derivadas de las imágenes primigenias, tradicionales de los calendarios y almanaques: tatuajes, recreaciones en toldos automovilísticos de los vehículos lowrider, murales.

No cabe duda que la exposición La patria portátil es un refrescante y colorido baño de origen a las borrosas y a ratos grises búsquedas de identidad en amplios sectores de esta comunidad migrante.

Diálogo del arte mexicano

Ricardo Camarena

(La Opinión, 13 de noviembre de 1999)

El viernes pasado por la noche Rosario Green, Secretaria de Relaciones Exteriores del gobierno mexicano, inauguró en el Museo de Arte Latino Americano de Long Beach la exposición Voces visuales de México, auspiciada por la institución a su cargo, el Consulado General de México en Los Angeles, el Instituto Mexicano de Cooperación Internacional y el propio museo.

Ante una gran concurrencia, y previo a una recepción en la que hubo música de mariachi y viandas en una sala posterior, la funcionaria mexicana recorrió las amplias salas del museo para apreciar la muestra colectiva de casi 120 obras anónimas y de autor, elaboradas en diversas técnicas y dividida en cinco categorías: Vida, Sagrado, Festivo, Mítico, Muerte.

La exposición está compuesta entonces por una gran cantidad de pinturas –predominando los óleos y acrílicos sobre tela– así como esculturas en diversos materiales, fotografías, obra gráfica diversa, cerámica y collages.

La promotora cultural y escritora mexicana Mercedes Iturbe, curadora de la exposición Voces visuales de México, dijo previamente al respecto, en entrevista telefónica: “La división en cinco salas temáticas de esta muestra artística no fue sólo una decisión de tipo estético, sino pensando que debía estar concebida para una región muy particular de los Estados Unidos, muy cercana a la frontera. Era esencial, a mi juicio, tomar en cuanta a la población no solamente mexicana, sino la norteamericana que vive justamente cerca de la frontera y tiene una apreciación del arte mexicano muy diferente a la que puede tenerse en la parte norte de Estados Unidos”.

“Hay una familiaridad, una proximidad con este arte”, agregó quien ha curado otras exposiciones internacionales; “se trataba entonces de aportar a través del arte esta visión compartida entre los mexicoamericanos, los estadounidenses y los mexicanos. Como curadora, quise entonces partir de temas y subdividirlos en la exposición; éstos son subtemas que forman parte del ‘cotidiano’ mexicano y que evidentemente tienen un impacto en la cultura al través de todas las épocas; tenemos algunas piezas de arte prehispánico y otras de arte popular, aunque el eje de la exposición es el arte moderno”.

Explicó que “esta exposición en ningún momento fue pensada en un sentido cronológico; aquí lo prehispánico no está separado de lo popular ni de lo moderno, ni lo popular está separado del resto. Allí es donde a mí me pareció importante generar un diálogo entre las piezas; yo no hablo tanto de influencias, como de diálogos, por eso la exposición se llama Voces visuales…En todas las épocas hay obras que son presencias esenciales con las que el artista, consciente o inconscientemente, dialoga”.

Iturbe, quien ha sido además directora por tres años del Festival Internacional Cervantino que se lleva a cabo anualmente en Guanajuato, México, dijo que “la razón de que esté subdividida esta exposición es porque son temas esenciales en el ‘cotidiano’ mexicano y adquieren evidentemente una connotación cultural, no solamente en el aspecto plástico, sino en todo lo que es México culturalmente hablando; y además, porque ‘impactan el ojo’ en la visión del artista”.

“Estos temas están tratados muchas veces por medio de iconos; han traspasado las fronteras. De ellos se ocupan en sus obras no solamente los artistas chicanos y mexicoamericanos, sino también los artistas estadounidenses, que han adoptado estos temas. Ese es un aspecto que denota cómo México, a través de su arte ha penetrado, en el sentido inverso de la colonización tradicional –como puede ser la de un país tan poderoso como Estados Unidos– muchos aspectos de la cultura universal”, precisó quien tuvo a su cargo, durante año y medio, los preparativos de esta exposición.

“En el terreno cultural, este fenómeno no puede dejarse de lado; es por medio del arte y de todas las imágenes visuales, como las que aparecen en esta exposición”, concluyó quien agrupó obras representativas de casi 70 artistas mexicanos de distintas épocas, entre quienes destacan David Alfaro Siqueiros, Frida Kahlo, Diego Rivera, Roberto Montenegro, Raúl Anguiano, Germán Venegas, Arnold Belkin, Juan Soriano, Carlos Orozco Romero, Rufino Tamayo, Manuel Alvarez Bravo, e incluso el escritor Juan Rulfo en fotografía.

De la obra popular descuellan los tradicionales “judas” (monigotes hechos de estructura forrada de cartón colorido), tratamientos exquisitos y muy particulares, acuciosos, de las obras monumentales llamadas ‘árboles de la vida’ y deidades patronales, así como diversas iconografías de La Guadalupana, en variadas técnicas, incluido el tatuaje y la litografía de calendario comercial.

La exposición Voces visuales de México permanecerá abierta hasta el 6 de febrero del año 2000. El Museo de Arte Latino Americano está ubicado en el 628 Alamitos Avenue, Long Beach, California.