Thursday, March 6, 2008

Los rumbos de la pintura latinoamericana



Ricardo Camarena

(La Opinión, 23 de noviembre de 1997)

La muestra Nuevos Mundos: Selecciones del Museo de Arte de Las Américas permite al publico angelino una aproximación a trabajos pictóricos de arte figurativo y abstracto que reflejan las diversas tendencias de los autores latinoamericanos en las últimas décadas.

La exposición, montada por el Museo Latinoamericano de Arte ubicado en Long Beach con el apoyo de la OEA y el Museo de Arte de las Américas, agrupa desde el 6 de septiembre y hasta el 23 de noviembre de 1997 los 35 trabajos de igual número de artistas de 20 países.

La entrada a la sala de exhibición recibe al espectador con la gran Banana (1971), un óleo sobre tela del brasileño Antonio Henrique Amaral en donde el amarillo se diluye en la penumbra. No así otro intenso amarillo, que estalla en el retablo inspirado en el arte popular Lindoneia (sin fecha), cuadro de técnica mixta del también brasileño Rubens Gerchman.

Al fondo de la galería de arte abstracto un tercer trabajo del Brasil, Roxo (1968) óleo sobre tela de Tomie Ohtake, artista de origen japonés, simplifica el abstracto en un amorfo manchón púrpura, en el que la vista se pierde en la profundidad e imposibilita todo contacto con referentes concretos.

Aun cuando el curador John Coppola, que seleccionó las 35 obras, ha dispuesto en dos galerías dentro de la misma sala la exposición, la de arte figurativo y la de arte abstracto, el espectador puede transitar de inmediato a la complejidad de Las Verdaderas Damas de Aviñón: Serie del Homenaje a Picasso (1973), clásico trabajo a tinta sobre papel del mexicano José Luis Cuevas que mucho debe a las caricaturas expresionistas del artista alemán George Grosz.

Contiguo a la obra de Cuevas, aparece a la mesa un fellinesco El glotón (1958), óleo sobre tela del mexicano Alberto Gironella.

En seguida, pueden apreciarse el fondo almendrado del Uromelo fósil (1964), del argentino Víctor Chab, y las tres rollizas siluetas femeninas sin rostro de Woman about to Return (1972), óleo sobre tela del artista nicaragüense Armando Morales.

Regionalismos aparte, el colorido Guerrero (1990) del artista hondureño Julio Visquerra es de una intensidad impresionante, en la que la aglomeración de frutos que forman el busto del personaje intensifica su calor y color tropical.

De tinte surrealista, el Invierno (1972) del pintor argentino Carlos Liberti, muestra en la disposición de las siluetas híbridas entre lo figurativo y lo abstracto, informes sobre el piso geométrico con un horizonte desolado y a la vez radiante detrás de ellas, la gran deuda primero con El Bosco, quizá con Giorgio DiChirico (Las musas inquietas), sobre todo con el español universal Salvador Dalí, y finalmente hay el paralelismo con las pintoras mexicanas Remedios Varo y Leonora Carrington.

Impone a la vista un óleo metonímico que presenta una versión en tonos ocres de Las Tres Gracias (1975), del cubano Agustín Fernández. De Cuba también, la sugestiva El cabalgar de la Noche (sin fecha) de Rafael Soriano, es un óleo sobre tela en donde la mirada del espectador se mece en la profundidad sugerente del azul que ondula.

Contrastante, el bonachón y regordeto Niño con paraguas (1964), de Enrique Grau, es casi un acto de humor, del mismo que parecieran tener los personajes obesos de su compatriota Fernando Botero.

De Sudamérica también, Oswaldo Guayasamín con su delicada Madre y Niño (1955) lápiz y tinta sobre papel, da presencia a la pintura ecuatoriana en esta exposición, junto con el Precolombino, técnica mixta de Aníbal Villacis, sin fechar.

Etéreo, el gran Icaro (1966) del artista paraguayo Carlos Colombino ondula y llega al corazón de la madera. El laborioso bajorrelieve de 160x160 cms. sugiere la alada y mítica figura en el tratamiento casi casual, pero compacto, de las distintas placas de madera.

El espacio en esta exposición para el arte kinético lo ocupa el venezolano Carlos Cruz-Díez, con su Physiochrome No. 965 (1978), en donde la luz y la perspectiva hacen emerger y desaparecer simultáneamente los colores y las formas geométricas, el brillo y la penumbra.

Y así, la obra sin título del boliviano Enrique Arnal, las de Claudio Bravo y mario Toral, de Chile, la litografía Enigmatic Eye (1969) del guatemalteco Rodolfo Abularach, la Rural Scene (1976) en dos planos del uruguayo Jorge Damiani o el Carnaval (1987) del puertorriqueño Luis Hernández Cruz, no son sino un derrotero del arte pictórico latinoamericano.

Esta muestra es un loable esfuerzo por representar dicho tránsito del arte contemporáneo continental en su totalidad, y permite detenerse a través de las obras en contextos e imágenes que, con todo, no dejan de comulgar en la búsqueda estética de la universalidad.

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